Mi respiración sobre su hombro es parte inevitable de la traducción. Debo mantenerme detrás, vestirme de colores opacos evitando con esto resaltar demasiado, además, siendo tan pequeña, usar tacones de al menos seis centímetros para estar a una altura del promedio. Su oreja y mi boca se miran. Mi rostro apacible, sin reacción ante lo que se habla, en pocas palabras, mantener la actitud de un fantasma y, sobre todo, cuidar que la traducción sea un espejo fiel, sin ningún tipo de distorsión, al menos hasta donde sea posible.
Lo mismo con cada cliente. He sido voz y oído para cantantes, actores, escritores, políticos, etcétera. Seis idiomas. Podría vivir en variedad de lugares sin pasar por ninguno de los problemas típicos de la comunicación entre nativos y extranjeros. La Torre de Babel como fuente de riqueza, habilidad en la lengua.
El escritor ruso dice que no cree en la inspiración, el periodista francés que lo entrevista hace una mueca, indignado. Yo repito. A mí nada de aquello me interesa. Cáscaras, cambiar de máscara, pero sin ningún rostro en el interior, nadie se comprende, ni siquiera a sí mismos se comprenden porque el contenido no se atrapa por completo en ningún idioma, pues a cada continente se le escapa algo. Nuestras papilas gustativas nunca van a alcanzar para saborear el planeta entero. Ni qué decir del Cosmos. Mi respiración sobre su hombro se convierte en suspiro y pienso que la mayoría de las veces hay más expresión en el aire amorfo que en el sonido de una frase hecha.
Un cantante de Corea del Sur se aclara la garganta. Habiendo terminado la primera parte de la entrevista, se dispone a llevar a cabo su espectáculo. Mientras tanto, yo tomo un descanso tras bambalinas y contemplo cómo se mueve aquel joven artista en el escenario, sus manos delgadas y ligeras, el rostro de rasgos impecables, brillantes a causa del maquillaje, sus pies paseando mientras entona bellas notas. Probablemente, la gran mayoría del público presente y de los televidentes, a diferencia de mí, no entienden ni una palabra de lo que canta, situación que lo vuelve aún más mío. Sin embargo, la entrevista del coreano continúa y yo debo compartirlo de nuevo, por lo que me coloco en mi posición. “Amo a mis fans y les agradezco”, repito, del coreano al español, mientras el cantante me lanza una mirada rápida, desconfiado. De hecho, desde que ha iniciado el programa, me observa una y otra vez. Todos me ven con recelo, ¿de verdad digo lo que ellos quieren que diga? La periodista continúa interrogándolo con una voz estridente que lastima mis oídos, mientras el público interrumpe con gritos y aplausos, como es típico.
Tardanza entre acción y reacción, suspiros que hablan. Jalo aire entre oraciones apresuradas, no hay que quitarles el tiempo a los espectadores. Me gusta ese coreano. Se acaba la entrevista y en un español extraño, lleno de malas pronunciaciones y usando los artículos equivocados, voltea hacia mí y trata de conversar. Pide mi teléfono. “Bonita”, y yo sabiendo que eso no significa nada, que no puedo simplemente guardarme en tales sonidos, empequeñecerme aun más de lo que ya estoy.
Sus miradas no eran de desconfianza sino de atracción, supongo, pero me perdono el error ya que yo traduzco palabras y no emociones. El problema es que unas las he podido aprender mientras las otras nunca, inescrutables, tiernas, escondidas dentro del color chocolate en medio de sus ojos. Escribo números en su celular y él me pone su saco azul sobre los hombros, como en las películas románticas. No soy fanática de los clichés. Borro lo que había escrito, me porto profesional, le explico en coreano que no salgo con clientes. De todos modos, me deja el saco.
En la calle, los transeúntes voltean a verme y, a causa de ello, abandono la prenda con lentejuelas sobre una banca de por ahí. Odio llamar la atención. La traducción me es placentera, basta soltar la lengua, memoria, escuchar, sobre todo, escuchar. Pensar rápido. Me miro en el cristal de una tienda y descubro que la blusa sin mangas, aunque me queda linda, atrae la frialdad del ambiente, lo cual me convence de volver por el saco del cantante, pero éste ya no está, alguien más se lo ha llevado.
Llego a mi casa solo para tomar mi maleta, siempre lista. En dos horas vuelo a Italia. Traje sastre marrón, pasaporte, frases hechas en italiano, abrigo, no olvidar mi abrigo esta vez. En el aeropuerto me encuentro al coreano, quien me saluda desde lejos. Yo imagino que corro como en las películas y le doy un beso a aquella boca llena de palabras extranjeras afinadas y un pésimo español. El beso es intraducible, quizá, debido a que no admite intermediarios…
Volver a la realidad. “Beso”, “aeropuerto”, “traducción”, solo máscaras sobre más máscaras, tantos eslabones: hola es hello es annyeonghaseyo. Si esta persona me dice “hola” me alegro, si aquella me dice “hola” me molesto, ¿qué significa? «Bonita», parecía ser la única palabra que él pronunciaba adecuadamente. El problema es que no quepo ahí… Si hay algo al final de la larga cadena carnavalesca, ¿lo sabrá este artista coreano? Mis ojos lo reflejan, solo que él no está mirándose a sí mismo, sino a mí, al espejo, a la traductora con tacones. “Eres inescrutable” me dice entonces, en un español perfecto. Jodido coreano mentiroso.
Los encargados del programa dieron por sentado que el tipo no hablaba más que su propio idioma y me asignaron como su traductora. Al verme, le pareció divertido seguir el juego. Todo esto me lo cuenta usando correctamente el español, en el avión hacia Italia. “Inescrutable”, en cualquier idioma, tal vez sea la única palabra que me cubre y lo cubre, incluyendo todo lo demás, envolviendo cada cosa… la máscara que sí esconde un rostro, pero que no es posible de arrancar.
Un beso frente a la torre de Pisa, ¿cabe el universo ahí? Citando a Alfred de Musset, “El único idioma universal es el beso” … Cáscaras y frutos. El cantante me dice, en coreano esta vez, que mis labios saben a uva. Tal vez sea mi culpa: querer saber el mundo y todos los mundos, de un solo bocado. En cambio, probar una uva: diminuta, tierna… inescrutable. Bonita.
Foto de Misael Sámano-Vargas
| Daniela Perlín Vega (Ciudad de México, 1997). Escritora, a ratos. Le interesan lo cotidiano y sus detalles sorprendentes. Ha publicado cuentos y poemas en diferentes revistas como Revista Enchiridion, Gaceta de la Universidad Autónoma de Querétaro, Punto en línea (UNAM), Universo de letras (UNAM), Herederos del Kaos y Revista Marabunta. |
